Miguel Ángel

Gran titán imponente y quejumbroso, manantial de luto, pozo con viento en vez de agua, Miguel Ángel es quizá la más pura vocación de dolor que haya existido.

«Yo no soy el escultor Miguel Ángel. Soy Miguel Ángel Buonarrotti.» Su drama no es un drama artístico, sino humano. Y toda la magnitud de la gracia estética le parece pequeña al lado de su desgracia de hombre.

¿La suerte le fue adversa?¿No tuvo cuanto se podía tener: fortuna, rango?¿Desventura en amores? En sus versos, en sus cartas, se queja de eso. Pero también se queja de falta de dinero, y era rico. No. Esas contrariedades que vienen de afuera no pasan de episodios. Es el drama mismo del hombre ante lo eterno, es la impotencia de la criatura lo que le conmueve.

Todos los artistas podían envidiarle como artista. El, Miguel Ángel Buonarrotti, envidiaba al Creador, y no podía, como cristiano, hacerlo. Pero bajo su saber firme y exacto, en ese fondo abisal que se estremece en lo inconsciente, en la noche oscura del alma, oye la voz de la concupiscencia. La sirena susurra. Tú lo puedes todo. Puedes crear el mundo, hacerlo tú mismo con tus manos, esculpir el cosmos, amasar del barro a Adán de nuevo.

(Eugenio Montes, Melodía italiana)