A medidados del siglo XVII Bernini estaba trabajando ya en la construcción de la gran Plaza – Vestíbulo del Vaticano. En ese momento, el papa Alejandro VII le pide que convierta la antigua cátedra en un monumento que cuente, con arte, lo que representaba dentro de la basílica de San Pedro. En esa gigantesca nave de la Iglesia, ese sería el timón. Sería, además, una silla que quiere recordar la presencia del pescador galileo que la habría ocupado. Una silla como signo de la autoridad, del gobierno, más allá de quien en ella se siente.
¿Por qué una silla es tan importante?
En tiempos en los que aún asistimos a complejos ceremoniales de coronaciones reales, nos es más fácil entender la simbología del ‘trono’. Representa la sede, donde se asienta el poder, la base que permanece a lo largo de los cambios y la historia.
Quizás por eso Bernini la recubre de bronce, el metal en cuyo nombre parece querer esculpirse la eternidad, lo que quiere durar no sólo por dureza sino en una ligera y elástica apariencia.
La cátedra indica un lugar de gran importancia. Sentados se enseña con autoridad. Que se lo digan, si no, a un catedrático. Cuando la cátedra hace referencia a un obispo indica su sede fija. De ahí que la iglesia en la que se encuentra la cátedra se llame catedral. En este caso, esta cátedra es el símbolo de la única monarquía que sigue siendo electiva.
La primera sede de la Iglesia fue en el Cenáculo. Sin embargo, con el viaje y luego la muerte de San Pedro en Roma, esta ciudad se convierte en sede apostólica como antes lo fue Antioquía, la tercera ciudad del Imperio. Roma será la sede del obispo que sucederá a San Pedro. Ahora bien, al ser Pedro el apóstol que recibió el mandato de Jesús de ‘apacentar’ todo su rebaño y el que recibe el nombre de ‘piedra’ (petrus) sobre la que se funda su iglesia, esta cátedra pasa a representar una autoridad que no se circunscribe sólo a Roma sino que se hace universal, católica. Una piedra que, desde esta cátedra, cae en el mar de la historia llegando en ondas hasta las orillas más lejanas.
Una fiesta
Un punto fijo, el instrumento de un gobierno que dirige sin ser dueño, que busca y sigue los vientos que soplen de lo alto. Desde el siglo IV esta cátedra es el motivo para una fiesta. Se traduce en fiesta lo que tantos cristianos de los primeros siglos habían experimentado y que San Jerónimo dirá con estas palabras: «He decidido consultar la cátedra de Pedro, donde se encuentra la fe que la boca de un Apóstol exaltó; vengo ahora a pedir un alimento para mi alma donde un tiempo fui revestido de Cristo. Yo no sigo un primado diferente del de Cristo; por eso, me pongo en comunión con tu beatitud, es decir, con la cátedra de Pedro. Sé que sobre esta piedra está edificada la Iglesia.» (Cartas I, 15, 1-2)
Poco importa que San Pedro se haya sentado sobre esas maderas o sean por completo las que regaló Carlos el Calvo para su coronación en Roma en el siglo IX. Lo que sostiene y levanta en alto esa silla es la entera iglesia simbolizada por dos obispos de occidente (Ambrosio y Agustín) y dos de oriente (Atanasio y Juan Cirsóstomo). No se eleva la fuerza de un Atlas que levanta el mundo, sino la silla en la que se apoya la cadera, en muchos casos vieja, cansada o enferma, del obispo de Roma.
Así como en este monumento se unen oriente y occidente, se une también dos fiestas: la del 18 enero que festejaba la cátedra de San Pedro en Roma y la del 22 febrero que era la fiesta de su cátedra en Antioquía. Juan XXIII las unificó en el 22 de febrero, fiesta en la que este monumento se «incendia» con velas y belleza. Lo mismo que la gloria en piedra rodea aquella paloma que vuela, Luz, Viento y Llama, que entra pero no se puede contener. Cualquier adorno efímero va a sumarse a este gran artificio que Bernini creó para festejar. El arte consigue así manifestar lo divino que se esconde tras una vieja silla vacía.
Un mundo en 200 metros
Desde la fachada de la basílica hasta el final del ábside permítenos que te acompañemos en un viaje que en 200 metros recorre gran parte de lo divino y lo humano. Nuestra visita guiada en la basílica de San Pedro, nos hace entrar en una barca con el árbol más alto de cualquier colina de Roma. Todos los esfuerzos y recursos que la construyeron han quedado convertidos en piedra, bronce, colores. Así, de esta forma no se pierden en la memoria o la imaginación sino que los podemos encontrar, nosotros y quienes seguirán descubriendo este mundo que Roma nos ofrece en 200 metros.