La Isla Tiberina es un espacio intermedio. Un puente natural y al mismo tiempo el lugar aislado, encallado, en el límite líquido de Roma.
La Isla Tiberina y las Metamorfosis
Para ir más allá, tras Tíber, nuestros pasos pueden hacer un alto en ella mientras las corrientes se rompen a sus lados.
Hipnotizados por el paso del agua, podríamos imaginarla como la isla desde la que Ícaro y Dédalo quieren escapar. La transformamos en un lugar apartado que deseamos abandonar gracias al ingenio de Dédalo, siguiéndole, sin volar ni alto ni bajo. La virtud está en seguir al padre y la via media, la templanza que no es la abominable tibieza.
Sin embargo, descubrimos la embriagadora sensación de poder y libertad que nos eleva, sin seguir la ruta paterna, mientras el sol derrite la cera que mantenía unidas nuestras alas. La isla Tiberina se transforma, metamórfosis de la naturaleza y alegoría de la humana condición, en un escenario en el que somos hijo y padre al mismo tiempo. Con ellos se nos muestran la necesidad y los peligros que hemos de afrontar al construir, aventurarnos y explorar.
«Padre, oh padre, me caigo! gritó;
Cerraron las verdes aguas la boca del que hablaba.»
Contemplando los remolinos del río resuenan las palabras de Ovidio: «Ossa tegit tellus: aequora nomen habent». Huesos que quedan en la tierra y aguas que llevan mi nombre. La isla me recuerda también las transformaciones de los que han sido.
Guiando el carro del sol
El último capítulo de otra aventura de otro joven desventurado tiene lugar junto a un río. En este caso el agua de su corriente apaga el terrible incendio provocado por la inexperta imprudencia de Faetón, hijo del sol. Sus hermanas, unidas a su desdicha, lo velan convertidas en álamos en las orillas del Po.
«De las ramas recién brotadas fluyen lágrimas que con el sol se endurecen como gotas de ambar destilado.» (Metamorfosis, 2, 364-365).
En Roma son las ramas de los plátanos las que se inclinan hacia el río Tíber. La isla tiberina, como Faetón, se convierte en un trozo de universo distinto, precipitado, rasgado como impacto de meteorito, el sedimento de un cataclisma.
Los caballos desbocados del carro de Apolo, la fuerza incontrolada de un clima enloquecido, precipitan al pobre Faetón. O por soberbia -engreído pensaba saber gobernar su poder- o por ignorancia -sin saber del poder necesario para gobernar- el río, reclinado, lo recibe entre sus aguas. Junto a él lloran ámbar sus hermanas, las helíades, mientras Ceres, tierra madre que lleva en su mano la abundancia, mira hacia otro lado, sin querer contemplar la caída del hombre.
Una isla nave
La isla tiberina es una nave contracorriente. El hospital Fatebenefratelli (haced-el-bien-hermanos) y la iglesia de San Bartolomé son los puentes de esta nave. Y los puentes Fabricio y Cestio sus amarras. La isla es una nave anclada con cimas de piedra y perennemente lista para zarpar, quizás cuando la corriente se haga tan fuerte que consiga desencallarla.
Sin moverse, esta isla contiene recuerdos de otras tierras que hasta aquí han llegado y traído el primer saludo. Serpenteando, Esculapio se instauró en ella desde el 292 a. C. inaugurando su destino como lugar en donde recobrar la salud. Curiosamente, el relato de cómo los romanos consultaron los libros Sibilinos y decidieron ir hasta Epidauro buscando la protección de Esculapio, se haya en el libro XV de las Metamorfosis de Ovidio.
Luego llegaría el cuerpo de San Bartolomé desde la lejana Armenia y el de San Adalberto desde el frío norte de Europa en el siglo X. Roma y su isla como corazón del nuevo imperio de Otón III en Europa. De nuevo tierras lejanas que miran hacia Roma unidas ahora por el cristianismo. La necesidad es la misma, la salud – salvación.
Así en el año 1100 llega hasta esta isla un ilustre peregrino en busca de la salud. Rahere o Raherius, noble de la corte de Enrique I de Inglaterra sufría una terrible enfermedad de la piel. En la isla Tiberina buscará y encontrará remedio. De ahí que, al volver a Inglaterra, en 1120 contruya el primer hospital de esa otra isla y lo dedique precisamente a Saint Bartholomew. De isla a isla, haciendo que se propague la cura y el cuidado.
Aquí o allá, la carne viva de sufrimientos sigue palpitando en los hospitales, latente en el recuerdo de los mártires, gimiendo en la música de Marsias que se atrevió a competir con el divino Apolo. Su aulós, flauta doble construida por la diosa Atenas, también aquí guardó silencio. Sátiro y apóstol unidos por el mismo suplicio quedando, precisamente, en carne viva: uno castigado por un dios inmortal que no admitía rivales, el otro por creer que un hombre condenado a muerte era dios.
Ante el dolor, «la tierra concibió caducas lágrimas y en sus venas más profundas se empapó». Y así dio lugar a un río. En el centro de la isla tiberina, un antiguo pozo recibe aquí estas lágrimas de la tierra por todos los Marsias, completamente convertidos ‘en nada sino una herida’. El Tíber, luego, con una voz líquida se desahoga y las deja correr.
A través de una grieta en la isla Tiberina
El pozo, la isla, los puedo imaginar como un lugar de encuentro, saliendo del caos de la ciudad, de los muros de casa. Desde la lejana Babilonia hasta Roma, esta nave nos trae otra historia, sembrando con imaginación el campo de la memoria.
Una tarde, gracias a una grieta en un muro que separa dos familias rivales -quizás los Frangipane y los Pierleoni- dos jóvenes amantes se ponen de acuerdo para alejarse de sus casas y encontrar un lugar tranquilo. Tisbe, astuta, consigue salir y llegar rápidamente al lugar de la cita: junto a la fuente y bajo la morera blanca. Sin embargo, la emoción que la trae en volandas se queda helada al ver una leona que se acerca a beber justo en ese lugar. Llena de terror escapa precipitadamente.
Cuando llega el joven Píramo encuentra en el suelo el velo de Tisbe, sucio, junto a las huellas de la leona. La malvada inspiración de la desesperanza se apodera de él con tal fuerza cuanto fuerte era su anterior anhelo por verla. Nada veía sino la imagen de su querida Tisbe atacada y muerta. No soportando esta idea, sin cuerpo presente, llamaba a la muerte. Y así robó para ella su vida. Su sangre, impetuosa y desbordante tiñe de rojo los blancos frutos de la morera. En ese momento regresa Tisbe. Con él en sus manos tiene apenas tiempo para saludarlo en vida para seguirlo inmediatamente en la muerte.
Muy cerca de la isla tiberina, ante el teatro Marcello se encuentra la torre de los Pierleoni. A pocos metros, los Frangipane habían fortificado el antiguo Arco de Jano. Historias de viejos conflictos junto al Tíber que podrían tener como colofón, en vez de las luchas entre un papa y un antipapa, dos amantes con un trágico destino. Al igual que la Verona shakespiriana para muchos, esta isla, por los versos de Ovidio, es para mí el lugar en donde buscar los besos que una mujer ‘fijó’ en el rostro gélido de su amado.
Una luz en la noche de Roma
Al tener entre mis manos el libro de Jesús Sánchez Adalid que da título a este capítulo, he podido imaginar y revivir la Isla Tiberina durante el año 1943. Un momento muy importante para la ciudad y para Italia que ve la caída de Mussolini, la ocupación de la ciudad por las tropas nazis y la lucha por la liberación. Vidas de personas que trabajan, sufren, luchan y aman, teniendo como centro el hospital de los Fatebenefratelli en la proa de esta isla de Roma.
Este relato es un camino, una luz que desde la isla ilumina los sentimientos y vivencias no solo de un período histórico, sino también de la actualidad, nuestras. Os invito a realizar este camino por la ciudad leyendo Una luz en la noche de Roma. Luego, no dejéis de pasear por la isla y, desde ella, como haces de luz, por los lugares, calles y monumentos que ilumina con palabras.