Sedia del Diavolo, en español la Silla del Diablo, es el sugestivo nombre que recibe la supuesta tumba de Elio Callistio. Por lo que queda de su tumba, el tal Elio, liberto del emperador Adriano, fue un personaje que tuvo fuerzas y dineros para intentar vencer la destrucción del tiempo y la memoria. Las ruinas y un misterioso nombre nos indican su paso por esta vida. Todo muy sugestivo y hasta romántico, si no fuera porque estamos faltos de datos ciertos.
En espera de algo que nos confirme su nombre, la hipótesis ha sido suficiente para que en 1958 la Piazza Sedia del Diavolo se transformase en plaza Elio Callistio.
Lo que en otro tiempo fue una tumba con forma de templo y dos niveles, ha quedado reducida a un gigantesco respaldo con dos apoya brazos medio derruidos. Podría ser la silla de un gigante o de un titán, pero la imaginación ha preferido otorgarla como trono de un diablo. Quizás en esta silla se aposentaba el mismísimo Minos que con su larga cola indicaba a los recién llegados al mundo infernal, su propio lugar. Al igual que los jóvenes atenienses acababan sus pasos ante el Minotauro, en aquellos campos desolados, los viajeros podían imaginar con temor su propio destino.
Fuese quien fuera el dichoso diablo, estoy convencido de que fue un precursor del método de Win Hof para poder resistir los fríos entre esas tres paredes. Eso, o se sentaba bien arrimado a las hogueras que gentilmente algunos pastores encendían. Y es que esa parte baja de la ciudad, cerca del río Aniene, afluente mayor del Tíber, tenía mucho de glacial inhóspito y, por ello, aún más de abandonada.
La Sedia del Diavolo hoy
Pero seguramente que no fue siempre así, como tampoco lo es hoy. En 1882, excavando entre barro y campos, muy cerca de la Silla del Diablo, el joven Romolo Meli descubrió unos restos fósiles de un hombre de Neanderthal que se remontaban a hace 250.000 años. Ahora los edificios y el tráfico han hecho que el diablo haya perdido intimidad y no se presente por estos lares. En tiempos prehistóricos, podríamos encontrarnos con un buen coto de caza para los recién expulsados del paraíso.
Quienes le dieron ese nombre no tenían mucha experiencia de por dónde anda el diablo. Concedamos que quizás un diablillo joven y despistado haya podido llegar hasta aquí. Estoy seguro de que tras haberla utilizado una noche o dos, a la tercera no volvió. Olvidada por ese diablillo errante, que seguramente se habrá establecido en otros palacios, a nadie asusta ya. Encerrada entre edificios, rodeada con lazos de asfalto y amordazada por una cinta de esmog, ha quedado más desnuda a falta de su misterio que por los mármoles que la vestían.

Una especie de torre destruida entre pequeñas colinas a las afueras de Roma, saliendo por la via Nomentana. Así se presentaba hasta que lo rodeó el llamado ‘quartiere africano’, el barrio que tiene sus calles con nombres que forman una auténtica memoria de África.
Lugares con mucha vida, para quedarse muerto
Otro ejemplo de tumba que ha quedado en medio de otros edificios y calles de la zona es el Mausoleo de Lucilio Peto. Lo descubrieron en 1887, a unos 6 metros de profundidad. Saliendo de la ciudad por la vía Salaria, al lado de Villa Albani, a unos 500 metros de la muralla Aureliana, se encontraba la Viña Bertone. Hoy en día de la viña no queda ni rastro, engullida por varios bloques de edificios, pero se ha salvado este cilindro de piedra y hierba.
Se trata de un monumento que está situado en el contexto sepulcral de la vía Salaria, al igual que la memoria de Sulpicio Máximo. Una zona con mucho tráfico y trasiego, perfecta para seguir en boca de todos. Esto fue lo que animó, a finales del siglo I a.C, a Lucilio, a construir esta tumba para él y su hermana, mientras aún estaba en vida. Se trata de un personaje importante, tribuno militar, prefecto de los herreros (ingeniero militar) y de la caballería, pero del que no tenemos otras noticias más allá de su tumba.
Esta tumba tiene una planta circular y cubierta cónica, como el famoso mausoleo de Augusto o el de Adriano (Castel Sant’Angelo). Se ve que estaban de moda entre los que podían permitírselo. Los dos hermanos podían disponer del considerable espacio de 34 metros de diámetro y 16 de altura. En el siglo IV el imponente mausoleo aparece ya enterrado y seguramente desde hacía mucho tiempo nadie depositaba flores frescas, símbolos de una memoria lozana. De ahí que su aspecto de colina, invitase a las gentes que aún vivían en las afueras de la Urbe, a utilizarla como cementerio del lugar. Llegó a albergar unas 80 tumbas, casi la mitad de niños y todas de condición social muy baja.
Luego, incluso los más pobres lo olvidaron cuando Roma, devaluada, valía un céntimo de lo que fue. Se ve que la memoria no es moneda que valga más que unas piedras. O, lo que es igual, donde otros no consiguen vivir, tampoco conviene quedarse de muerto.
De torres a cuevas
A pocos pasos de allí, en la esquina entre vía Salaria y vía Tirso, bajamos a la parte excavada de las catacumbas de Santa Felicita. Podemos bajar porque el 23 de noviembre, en recuerdo de la mártir, quedan abiertas. Un día, como una ocasión mágica, para que quien pase o lo sepa, pueda visitarlas. En este caso porque a inicios del siglo XX, con la urbanización del nuevo barrio, alguien las descubrió al hacer los cimientos de un edificio.

Parece que, fuera de la muralla que delimita la antigua ciudad, las memorias de los muertos rodean la ciudad de los vivos. Tumbas que se elevan como desvencijadas sillas carcomidas. Tumbas subterráneas o que sencillamente okupan en silencio y sin violencia un mausoleo a todas luces demasiado amplio para quien ya no necesita espacio. Todas brotan como trufas de antigüedad, deformes de memoria y sucias de polvo, enviadas desde las profundidades del Hades por quienes ya no tienen tiempo.