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Una epifanía, Roma

Parece que la tarde está a punto de caer. Fría y cansada, a pesar de las pocas horas de sol, la luz declina. Se apaga en un último incendio.

Es el momento de volver a casa o de entrar en un lugar que nos pueda servir de refugio ante la oscuridad y nos invite a calentarnos con el fuego de una historia con cuerpo imaginado.

Epifanías de Roma

Acaba de pasar el día de Reyes. Se guardan las luces y los adornos. Las caravanas de camellos y pajes ya no engalanan los pesebres que vuelven grupas hacia sus cajas. Paisajes de ensueño y lejanos que habían poblado tantos rincones de Roma regresan a su silenciosa normalidad. La Befana, vieja que encarna la epifanía final de estas fiestas, ha dejado las plazas de Roma sembradas de caramelos. Ya ha emprendido viaje hacia su misteriosa casa y todos quedamos esperando que el año traiga dulces cosechas.

Grabado sobre la Befana. Fiesta de la Epifanía en Roma

El día después y el siguiente, ya sin nombres de fiesta, Roma sigue viva, con tantas visitas. Cada día recibe epifanías que nos hablan de ella y en las que ella se nos muestra. Lugares, personas, sonidos y movimientos, inopinados por ocurrir ante nuestros ojos en lo cotidiano. Su realidad, escondida porque se muestra día tras día, no se interrumpe al apagar las luces. Aflora en palabras sin voz que la manifiestan. Ritos y acciones son regalos que acompañan las epifanías de la ciudad. Ella habla o me habla en ellos como su epifanía.

Epifanía de la mañana

A las 06,45 de la mañana se encienden las luces de la iglesia. Las vidrieras cobran vida iluminando el patio interior que separa nuestro apartamento del edificio de la Merced. Poco después una tos seca indica que Abed, un señor marroquí de unos 60 años, inicia su ronda habitual de apertura y limpieza del templo. Es él quien todas las mañanas, antes del primer toque de campanas, hace que la iglesia pueda recibir visitantes recién caídos de sus camas o ya dispuestos a ir al trabajo cotidiano.

Al otro lado de la calle, todos los días hacia las 07,00, tres o cuatro coches de la policía cumplen el rito de la ciudad que desayuna ante un ‘cappuccino e cornetto’. Se trata, además, del primer problema de tráfico de la mañana pues dejan los coches en segunda y tercera fila. Ante el sagrado momento, con la disculpa de su brevedad, la comodidad de dejar los vehículos ante la misma puerta del bar es algo al parecer comprensible y disculpable. Aunque los escasos vehículos de esa hora tengan que desviarse y entrar en el carril del tranvía, nadie se sorprende, nadie pita. Privilegios de la policía o comprensión hacia todos los que aparcarán así a lo largo de la jornada. En Roma, el bien común aparece en forma líquida, intentando salvar los obstáculos de los intereses, tantos empáticamente aceptados, personales.

Epifanía con megáfono

Un afilador por la mañana en la esquina de via Po.

La primera llamada que resuena en la ciudad es para el género femenino. Voy por via Po cuando escucho la voz metálica de un altavoz que repite cadenciosamente: ‘Donne! È arrivato l’arrotino!’ Mujeres, ya está aquí el afilador. En Roma parece ser que la gestión de los cuchillos es mansión típicamente de mujeres y que se dedican a ello como primer pensamiento de la jornada. O quizás el afilador quiere que se despierten pensando en él. Un personaje que pasa desapercibido pero que se hace notar, que entra en la imaginación y, a escondidas, en el recuerdo. Que se lo digan si no a Edoardo, un niño de 8 años, hijo de un primo de mi consorte.

Un día, de buena mañana, hizo sonreír a todos prestando su voz a estas epifanías de la ciudad. Entrando en un bar seguido por su papá anunció con tono cantarín: «Donne! È arrivato papà!» Es el anuncio de una llegada maravillosa. La persona esperada, la que resuelve los problemas, la que da alegría saber cercana, la que vale la pena anunciar a voces. Se ve que estaba muy contento y esa frase era la que expresaba el desbordarse de su alegría en forma de anuncio. Imaginad la cara de su papá, Piero, intentando comprender el significado de esa frase. Azorado y alegre.

Un recuerdo afilado

Sigo mi camino en esta mañana de inicios de enero. Recuerdos de mi infancia me hacen sonreír sobre las notas de una armónica de plástico que tocaban los afiladores en las calles de mi Coruña natal. La carretilla de madera y luego la moto han dado paso a un coche, quizás el último antes de acallar su voz. No sé hasta cuando habrá mujeres u hombres que respondan porque les interesa tener cuchillos afilados. Ni cuchillos que sientan la necesidad de alguien que los haga eficaces.

Nubes de epifanía

 

Llego a la oficina y a las 07,40 nubes de estorninos salen desde el Cementerio del Verano. Puedo comprender que esta zona sea una auténtica ciudad dormitorio tratándose del cementerio monumental más céntrico de Roma.

Por la tarde llegan en bandadas danzantes que hipnotizan. Por la mañana se despiertan y salen en tropel, una única nube, a la conquista de Roma.

Nubes que pasan veloces, oscuras, con un sonido terrible de miles de leves alas. Nubes que sobrevuelan a los envidiosos conductores que han de seguir el lento devenir de las colas matutinas. Viajan, nubes, sobre los grupos de personas que corren para hacer colas ante dos o tres monumentos, meta obligada de quien visita la ciudad.

Como una niebla que se aligera, su vuelo en tropel se deshace rápidamente pasando a ser gotas de aves diseminadas en sabe Dios qué rincones de la ciudad. ¿Dónde pasan el día?¿En qué ocupaciones? En Roma ¡hay tantos ríos de vidas! Quizás algunos los encuentras en algún puente, en algún afluente. Otros, ni siquiera los cruzarás en años y años. Y todos ellos forman la cotidiana algarabía que recorre las venas de la ciudad haciéndola viva.

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