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Gladiadores en lucha en el Coliseo

En el Anfiteatro Flavio, tras el espectáculo de las venationes y, con los espectadores disfrutando de su almuerzo, tuvieron lugar las ejecuciones. A continuación la arena del Coliseo se vació y la gente se tomó entre tanto un pequeño descanso hasta que un fuerte sonido musical atrajo todos los ojos a la arena. Silencio. Se repitió. Una banda de instrumentos se unieron al primero. Los músicos entraron en formación hasta su centro. Aquellos que les seguían no eran músicos, eran guerreros con un aura de eternidad, de vida y de muerte, de estar en un lugar entre estas dos que sólo ellos conocían. ¡Gladiadores! Se dirijieron hasta el palco principal, una obra de arte dentro del propio anfiteatro. Allí fue cuando me di cuenta… ¡Tito! El Imperator, como cualquier romano, no quería perderse aquel espectáculo.

Los gladiadores hicieron una línea en formación frente a él. La música se apagó y aquellos que la hacían sonar se alejaron. El silencio se hizo de nuevo. Tito se levantó de su asiento y se acercó al borde de la grada. Al unísino, las voces fieras de los gladiadores rompieron aquel casi mágico momento al grito de ‘’Ave, César’’. Entonces, Tito dio comienzo a los juegos y el público estalló de júbilo. Pero esta vez, el ambiente que se respiraba tenía un olor muy diferente. No, esta vez no existía esa ansia de muerte y sangre. Había honor en aquella arena. El grito de esos hombres ante el primer ciudadano de Roma, Tito, desprendía una dignidad y un valor que cada una de las personas presentes reconocían y valoraban.

Esperando la lucha de gladiadores

No hizo falta que nadie lo dijese. Incluso para alguien como yo, presenciando todo aquello por vez primera, era obvio. La elegante brutalidad de esos guerreros podía verse desde que hicieron su entrada. Y, para los romanos, una persona dispuesta a afrontar la muerte, era alguien digno de admirar. Aunque, a ojos de la ley, los gladiadores eran personas repudiables desde el mismo momento en el que se convertían en uno. La mayoría eran esclavos, prisioneros de guerra o condenados a muerte que tenían en ello su última salida.

Increíble comprobar que, pese a todo aquello, esos hombres eran auténticos ídolos de masas. Sólo en nuestra breve cena en la taberna del foro en corazón de la Antigua Roma, la noche anterior, pudimos escuchar a varios grupos de romanos elogiar a sus preferidos ansiosos por verlos luchar de nuevo. De no haber sido romano, creería que aquellos nombres que citaban eran sus dioses.

Ave Caesar, de Jean-León Gerome

Aquella aura hizo que olvidara el escenario de los venationes y el hambre me atacó con fuerza. Me dirigí, tímido, al joven que antes me habia ofrecido un bocado con la esperanza de que él y su padre pudiesen dármelo ahora.

– ¡Claro, alejandrino! Me ha sobrado algo de pan y fruta, tenga.

– Muchas gracias, joven. Creo que comienzo a comprender por qué los gladiadores son tu espectáculo preferido. Se respira algo mágico…

– ¡Pues espere a verlo! Ahora harán un combate individual, se enfrentarán Prisco y Británico. Prisco es mi favorito. El día de la inauguración nos regaló una lucha increíble contra Vero. Sabe, en aquel combate los dos acabaron tan malheridos y fatigados que la batalla terminó en empate y, Tito, les concedió la libertad a ambos. Aunque yo grité por Prisco, lo vi vencedor. Pero, ¿ve? Él es un guerrero, no teme a la muerte y pese a ser un liberto sigue luchando en la arena.

La pasión de aquel chico era enorme y la admiración con la que hablaba de aquellos hombres podría más bien calificarse de adoración. Eché mi mente sólo unos momentos atrás, cuándo el mismo joven hablaba con absoluta calma y deleite de ver cómo cientos de condenados morían indefensos en las fauces de bestias venidas de todo el imperio. Ahora no pensaba en ver morir, sino en ver a alguien mirar a la muerte sin temor. No había nada más digno de admiración para un romano.

– Entiendo, joven. ¿Qué me dices del otro, ese tal Británico?

– Nunca lo he visto batallar. Lo único que sé es que es un esclavo de la provincia de Britania y que dicen, es mudo. Dicen también que de joven, mientras entrenaba, derrotó a su maestro en un entrenamiento y presumió de ello frente a sus compañeros. Su dueño, para conseguir que no lo expulsaran, ordenó que su maestro le cortara la lengua delante del resto de futuros luchadores. Sabia decisión. Aquel pobre romano había pagado una fortuna por entrenar a Británico durante toda su vida. Su expulsión significaría la pérdida de muchos años de inversión.

– ¿Es por eso que va descubierto? ¿Le dan desventaja ante Prisco? ¡Prisco viste armadura pesada! Es injusto.

– Alejandrino, puede que las ejecuciones sean algo desigualado, pero los gladiadores luchan con honor y de igual a igual. Me preguntas esto porque nunca has visto a un reziario. Todo lo protejido que va Priscus es compensado por la rapidez con la que se puede mover un gladiador con el tridente y la red. Y la potencia… lo verás.

Todavía dubitativo, miré a su padre que permanecía atento a la convesación. El hombre me dedicó una afirmación con la cabeza y una sonrisa cómplice. No tenía muchas esperanzas de que aquello fuera verdad… pero me moría de ganas por comprobarlo.

Se enfrentan dos gladiadores

El resto de guerreros habían dejado la arena y sólamente los nombrados Prisco y Británico permanecieron. Británico blandía una red pesada en su brazo izquierdo. En el derecho, una protección lo cubría por completo, incluso continuaba al acabar el hombro y se alzaba casi hasta el final de su cabeza. Con ese brazo sostenía un tridente enorme, más alto que él. Un arma sin duda muy difícil de manejar y que lo dejaría descubierto a menudo. Por ello, pensé, será que ese brazalete le protegía el cuello y la cabeza en el mismo brazo. Además, llevaba en la cintura un pequeño puñal como arma secundaria. Sus pies, descalzos. Su vestimenta era igual de básica que la que yo llevaba: una túnica corta.

 

Dos mil años más tarde, esa aura especial, esa tensión y los gritos de los gladiadores parecen aun presentes en el Coliseo.

Prisco, en cambio, tenía una armadura pesada y estaba completamente equipado. La protección iba de pies a cabeza, rematada por un casco dorado que le cubría también el rostro. Pequeños agujeros era todo lo que tenía para ver y respirar. Coronando el casco y toda su figura, una cresta roja. Dorada era también toda su armadura y un gran escudo vertical que llegaba hasta su garganta. También en la diestra agarraba su arma, el gladio. Una espada corta típica de estos guerreros y la cual les daba nombre.

Británico no parecía impresionado por aquella defensa a simple vista indestructible. Haciendo honor a la leyenda contada por el jóven, permanecía mudo. Con rostro serio, inmutado y determinado miraba a Prisco. Esa mirada parecía capaz de atravesar cualquier casco, incluso aquel. Me preguntaba si Prisco se sentiría intimidado por ello o su mirada sería igualmente decidida.

Inicia el combate de gladiadores

También dando razón al joven, Prisco dio valiente el primer paso hacia su contrincante. Perfectamente colocado y coordinando sus movimientos recortó distancias. Británico aun no se había movido, quizás confiado en la mayor lentitud de su adversario. Prisco llegó a él y, con una rapidez sorprendente, apartó el escudo, lanzó un ataque a la garganta de Británico y plantó el escudo firme en la arena. Británico, con el tridente también plantado en el suelo, no lo levantó, sino que utilizó esa posición para detener el golpe. De no ser por ello, dudo que la extensión de su brazalete hubiera parado el ataque de Prisco. En aquel momento el esclavo de Britania pareció por fin cobrar vida. Desancló aquel infinito tridente del suelo e, indiferente a la muralla que formaba Priscus, embistió directamente el escudo. La estructura que formaban éste y el gladiador retrocedieron varios metros.

Miré al chico mientras pegaba el primer mordisco al pan que me había dado y le sonreí. En efecto eso sería una lucha y no una matanza. El juego había comenzado. La grada y aquel joven parecían haber descubierto, para su sorpresa, que quizás Prisco ya no era tan favorito.

El reziario acometió de nuevo, corrió hacia un Prisco todavía sorprendido y saltó atacando con el tridente por encima del escudo. Era su fin. Ágil, Prisco soltó el escudo y saltó hacia un lado. Británico, al golpear el escudo sin ninguna fuerza hacia él, cayó junto a la protección del ídolo de mi compañero de grada. Éste corrió a recuperarlo mientras el britano recuperaba la verticalidad. Más rápido, posó un pie sobre un extremo del escudo y cargó el tridente con una facilidad pasmosa. Prisco, preocupándose sólo del escudo, lo levantó con fuerza por el otro extremo provocando el desequilibrio de su rival. En lugar de empuñar de nuevo la espada para lanzar una ofensiva que parecía favorable, se armó el escudo en el brazo izquierdo y lo posó más fuerte que ninguna otra vez sobre el suelo. Británico quizás no era mudo, porque su grito estremecedor acalló el anfiteatro.

Prisco le había destrozado el pie completamente. Era inexplicable cómo seguía unido a su tobillo. Ahora quien gritaba era toda la grada. Sobre todo mi vecino, que me dio una palmada para recordarme cuál era su favorito. Pero yo había visto suficiente como para no darlo por acabado.

Como súbitamente poseído por una fuerza inhumana, el britano cejó su queja, apretó su mandíbula y miró al gladiador frente a él. Con la misma decisión que antes de comenzar la batalla. Y caminó… por un momento hasta yo pensé si aquellas leyendas eran verdad y los gladiadores eran algo más que hombres. Prisco no se confiaba y formó de nuevo su poderosa defensa, siguiendo su estrategia.

Británico siguió con paso firme sin desacelerar, con la guardia baja, determinado. Prisco repitió su movimiento, apartó el escudo veloz y atacó con la espada. El esclavo, como si supiese perfectamente cuándo y cómo su adversario haría esa maniobra, lanzó su red pesada al brazo diestro que lo atacaba. Ésta se cerro apresando espada y antebrazo. Con una furia imponente Británico lanzó al suelo a su rival. Esta vez, escudo y luchador cayeron. El tridente se alzó al cielo de Roma, cuyo sol hizo brillar su plata. Cuando cayó, ni la armadura pesada pudo pararlo y éste se clavó en la clavícula diestra del valiente Prisco. El gentío explotó de emoción coreando el nombre del gladiador britano. Luego de unos segundos que parecieron eternos, Prisco alzó un dedo de la mano que tenía libre. Indicaba su rendición.

Pollice Verso, de Jean-León Garome

Tito, totalmente emocionado y congratulándose por la alegría que sus juegos traían al pueblo romano, se levantó y se asomó al borde de su palco de honor. Con un gesto, ordenó a Británico que se acercara. Mientras tanto el público seguía gritando su nombre, pletóricos, con una felicidad pasmosa. Los problemas y la miserable vida de muchos de los allí presentes desaparecía en aquellos momentos mágicos dentro del coloso edificio. Incluso yo me había evadido de todo, sólo vivía y disfrutaba aquel momento. No podía evitar dejarme llevar por aquellas emociones. Mirando a mi alrededor, a la arena, al honor y entrega de aquellos hombres… el tiempo se había detenido.

Final de la lucha de gladiadores en el Coliseo

Cuando Británico se hubo parado ante Tito, el emperador, con una voz potente que se escuchaba en todo el anfiteatro, reconoció su honor y le concedió la espada de madera. Un gesto que significaba la obtención de la libertad. Las lágrimas de aquel rudo britano cayeron con el mismo honor con el que había batallado. Su cabeza alta miraba al Imperator con orgullo. Inocente, comprobé como las lágrimas bañaban también mis mejillas.

En aquel momento, en el corazón del imperio, en el interior de su mayor creación, recordé todas las preguntas que le había hecho a mi padre sobre Roma cuando era un niño. Todas las leyendas que había escuchado sobre la capital y sus maravillas. Exageraciones, pensé… ¡qué tonto había sido! Aquel lugar, el Anfiteatro Flavio. Pasarán milenios y la humanidad no podrá dejar de admirarlo, gentes de todo el mundo vendrán a visitarlo. No cabe ninguna duda, pensar lo contrario significaría no haberlo visto. Qué fortuna poder vivir para verlo esplendoroso en su inauguración. Ver el mar en su interior. Ver la gloria y poder de los gladiadores. Ahora puedo volver a mi Alejandria tranquilo. Puedo volver para contar historias y leyendas a mis hijos. Exageradas, pensarán. Y, ¿cómo no pensarlo?

Como nuestro protagonista, eran tantos los romanos convencidos de que el Coliseo (Anfiteatro Flavio) y su legado vencerían al tiempo. Que el mundo entero y la historia los admirarían. No sólo estaban en lo cierto sino que el Coliseo es ahora un monumento incluso más relevante para nosotros que para el mundo antiguo. Sólo nos queda imaginar cómo debió haber sido en su esplendor.
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