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El papado y los Estados Pontificios

fachada basilica de san pedro

Podemos entender la historia de la Ciudad Eterna sólo si comprendemos su íntima relación con el Papa, su obispo. Él lleva el título de Pontífice y, en efecto, fue quien construyó literalmente un puente por el que los habitantes de la ciudad, pocos en aquella época, pasaron del mundo clásico a la nueva época alto medieval. Con el papado podremos entender también el Renacimiento de la ciudad tras el período de decadencia en el que el Papa de Roma residió en Avignon.

Con el Renacimiento y el Barroco, Roma quiere ser una ciudad nueva, una nueva ciudad santa construida por quien lleva la tiara con la triple corona. Entonces, sus calles e iglesias se llenaron de arte, de nuevos palacios, jardines y artistas creando un sinfín de bellezas que hoy son para nosotros lugares imprescindibles que ver en Roma.

Por todo ello, por la unión que hubo y hay entre Roma y el papado, os contamos un poco de su historia.

Historia de Roma: el papado

El papado en Roma comienza a tener una importancia social y política aún más importante en el 476, cuando tiene lugar la caída del imperio romano. El imperio de Occidente recibió su derrota final a manos de los bárbaros germanos y el imperio de Oriente, con capital en Constantinopla, paso a conocerse como imperio Bizantino. Entonces, Roma ya había dejado incluso de ser la capital del imperio Occidental varias décadas atrás. La última capital del imperio fue Rávena.

Sin embargo, la figura de los obispos seguía creciendo y ganando mucha importancia, al igual que el cristianismo. Y el obispo de Roma, el Papa, era el más importante. Aunque Roma pertenecía todavía al imperio Bizantino, la lejanía de Constantinopla, la llegada de los germanos y, posteriormente, de los lombardos, pronto la alejaron de su protección. Ese vacío de poder hizo que la única autoridad capaz de intervenir, el papa, supliera al gobierno de la ciudad que había sido hasta hace poco el centro del mundo.

El nacimiento de los Estados Pontificios

El Papa, a la llegada de los lombardos, tomó el control político y militar de Roma sumándolo al religioso. Sin embargo, los lombardos conquistaron territorios pertenecientes a Roma y tardaron poco en ambicionar la antigua capital del imperio romano. Roma, mediante varios papas, buscó sin éxito ayuda en Constantinopla y finalmente acudió a los francos. En el 756, el Papa Esteban II obtuvo el apoyo del rey franco, el padre de Carlomagno. Los francos restituyeron a Roma sus territorios en los que el Papa sería la máxima autoridad. Nacían así los Estados Pontificios.

La figura de Carlomagno cambió la situación en Europa. Bajo su mandato forjó un imperio donde los francos conquistaron la mayor parte occidental del continente. El emperador franco impuso sus límites a Roma y al Papa. Y Roma, de manera oficial, dejó de pertenecer al imperio Bizantino reconociendo a Carlomagno como su emperador. El Papa seguiría teniendo el poder de Roma y los Estados Pontificios, pero con su permiso. La máxima autoridad era Carlomagno que, a cambio, seguiría protegiendo a Roma ya que ahora le pertenecía.

El poder del papado

Con la caída del imperio de Carlomagno, en el 843, los Estados Pontificios perdieron a su protector. Roma y su riqueza económica e histórica se convirtieron rápidamente en el objetivo de muchos reyes. Durante los siglos posteriores, como había hecho Esteban II con los francos, los Papas buscaron el respaldo de una gran potencia que los protegiese y confirmara su autonomía sobre los Estados Pontificios.

El cristianismo ya se había expandido y asentado por toda Europa con iglesias, abadías, monjes, clero y miles de seguidores. La Iglesia comenzaba a tener un poder importante que siguió creciendo y expandiéndose durante los siglos sucesivos. Los Papas que gobernaron Roma y los Estados Pontificios lograron mantener su autoridad (con algunas breves interrupciones debidas a revueltas o a la ocupación napoleónica) gracias a las buenas alianzas. Roma fue gobernada por el papa hasta el año 1870 con la unificación de Italia.

Durante más de un milenio, Roma, teniendo a los Papas como reyes, fue la capital de estos Estados Pontificios y el centro del mundo cristiano.

La Expulsión de Heliodoro del Templo, de Rafael, representa el poder divino de la Iglesia y el papado.

A finales del siglo XV e inicios del XVI, el territorio gobernado por la Iglesia alcanzó una enorme expansión, llegando a ser la primera potencia en Italia. Los Estados Pontificios abarcaban lo que hoy son las provincias del Lacio, Las Marcas, Umbría y Emilia-Romaña. Aunque el Papa delegaba el gobierno de estas zonas a otros mandatarios y él se centraba en Roma y la Iglesia. Y en el arte. Pues en estos años Roma se convierte en la capital mundial del arte y le quita a Florencia el cetro del Renacimiento.

Renacimiento y Resurgimiento

Los Papas querían embellecer Roma y los edificios de la Iglesia. Por este motivo, buscaban y pagaban a los mejores artistas de la época haciéndole todo tipo de encargos. Es aquí cuando Miguel Ángel y Rafael entre otros llegan a Roma de manos del papado y nacen La Capilla Sixtina, La cúpula de San Pedro o las Estancias de Rafael en el Vaticano. Unos años que cambiaron Roma para siempre y cuyas creaciones son admiradas incluso hoy en día por millones de visitantes.

Durante el Renacimiento, en los Estados Pontificios, Miguel Ángel pintó la Capilla Sixtina por encargo del Papa Julio II.

Como veíamos antes, pese a la longevidad de los Estados Pontificios, los Papas sufrieron algunas interrupciones en su mandato. Durante los siglos XVIII y XIX, el número de romanos contrarios al gobierno del papado aumentó. Pronto surgió un movimiento de unificación de Italia en el que algunas regiones luchaban entre ellas para lograr unir al país en una sola nación. Tras una primera guerra de independencia que fracasó para el movimiento unificador, Vittorio Emanuele II, apoyado en la legendaria figura de Garibaldi, tomó Roma uniendo todo el territorio italiano bajo un mismo poder en el 1870. Era éste el fin de los Estados Pontificios. El último Papa a su frente, Pio IX, se negó a aceptar su derrota y se refugió en el Vaticano, ya sin poder político alguno sobre Roma.

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